Me botaste la sopa en la cara. Felizmente estaba tibia
porque si no, me quemabas.
Te pusiste a llorar.
No sabía si debía de irme. Me quede quieta sin pronunciar
nada.
Cogiste una servilleta y me comenzaste a limpiar.
Me pediste que me sacara la polera. Prometiste lavarla.
Trajiste una tuya.
Seguí tus instrucciones. Me senté en el sillón y prendí la
televisión.
Unos gritos vinieron de la lavandería. Eras tú repitiendo
cada vez más despacio: perra, perra, perra.
Caminaste hacia mí sin dejar de mirarme. Te callaste. Yo me
paré porque me asusté.
Tomaste mi mano y me pediste que por favor me cortara el
cabello.
Trajiste unas tijeras. Me hiciste una cola y cuando ya ibas
a cortarlo, ahora yo tomé tu mano y te
pedí que no lo hicieras.
No dijiste nada. Tu mano llevó a la mesa de centro las
tijeras para que después doblaras tus rodillas y estuvieras arrodillado al
frente mío llorando y pidiéndome perdón, de nuevo.
Yo, otra vez, no sabía si debía irme. Me volví a sentar en
el sillón cuando mi celular empezó a sonar.
Lo había dejado en la cocina, junto a la olla de sopa. Tú
fuiste, lo trajiste y me lo tiraste en la cara. Me tapé con mis manos, pero
cayó justo en el dedo donde llevaba el anillo que hace mucho me regalaste.
Empezó a sangrar. Te miré indignada, sin decir nunca nada. Me paré y fui al
baño. De pronto, estabas alado mío con algodón y agua oxigenada. Intentaste
curarme, soplaste mi dedo y luego le diste un beso. Enseguida, me invitaste a
cenar y me pediste que escogiera el lugar.
Mencioné que no tenía hambre. Insististe. Me quisiste besar
y para evitar que lo hicieras, dije que prefería no salir, que una pizza estaba
bien. Otra vez me llamaste perra. Te pusiste una casaca, tomaste mi mano sana,
abriste la puerta y me metiste al carro. Subiste. Pusiste “Always-Blink 182” a
todo volumen y me la empezaste a cantar, como siempre. Manejabas, mientras
cantabas, como un loco. Te pregunté a dónde íbamos y respondiste que a comer
pizza, no?
Paraste en la pizzería. Me quité el cinturón de seguridad y
cuando iba a abrir la puerta, pusiste tu mano en mi pecho como para que no
salga volando y aceleraste.
Me pediste que me pusiera el cinturón y me avisaste, porque
nunca me consultabas sobre los cambios de planes, que iríamos a casa de Nicolás
y que ahí pediríamos pizza.
Nicolás no estaba.
No dejaste de presionar el acelerador como si el carro y yo
fuésemos los culpables. Tenía miedo de mirarte. Giré mi cabeza a la derecha y vi
a un niño que corría con un helado, mientras que su mamá lo perseguía con una
casaca. Dos cuadras más arriba, había un grupo de chicos que estaban tomando un
trago. A unos metros, una pareja, caminaba de la mano y podía sentir, aunque el
carro iba a toda velocidad, el nerviosismo del chico y de la chica por el hecho
de rozar sus manos.
Se me hizo relajante observar a la gente e imaginar sus posibles
historias. Estaba distraída cuando de pronto, frenaste en seco y me pediste que
me baje. Me quedé inmóvil, de nuevo. Luego, cambiaste la frase al plural y
bajaste primero y me abriste la puerta. Me di cuenta que estábamos en la
pizzería que tanto nos habían recomendado, por el precio.
Entramos. Nos sentamos. Pediste la oferta: hawaiana más dos
vasos de Coca-Cola. Esperamos en silencio que a mí se me hizo breve. Eché
orégano, me acabé todo el orégano. Tú cogiste el ají, me viste a los ojos
mientras lo rociabas en tan sólo una rodaja. Te la metiste a la boca sin dejar
de mirarme. Yo sólo bajé la mirada. Comí un pedazo más intercalando mi vista
entre el plato y mi vaso de gaseosa. Te paraste, pagaste, regresaste, me
tomaste la mano y me llevaste al carro sonriendo, como si todo estuviera bien.
Bajaste las ventanas, arrancaste y te pusiste a gritar que me amabas. Ibas muy rápido. Te
pedí que pararas. No me escuchabas o no querías escucharme. Empezaron a darme
náuseas. Te diste cuenta. Paraste. Abrí la puerta y me puse a vomitar. Tú siempre
tan cretino y tan necio. Prometiste no
acelerar tanto, nunca más. Yo en ese instante prometí no volver contigo nunca
más. Limpié con los puños de la polera mis labios, bajé del carro y corrí. A un
par de cuadras, tomé un taxi. Tú detrás del taxi siguiéndome. Le pedí que
acelerara. No dejabas de llamarme al celular. Llegué a la casa de tus papás.
Ahí te desviaste y me mandaste mensajes diciéndome perra, como siempre. Me
quedé dentro del taxi quince minutos y de ahí le pedí que me llevara a casa de
Micaela. Dormí, como si nunca lo hubiera hecho, dormí.