martes, 24 de septiembre de 2013

Cuando Mariafé está triste.

Mariafé nunca sabría la verdad. Era un hecho. Miraba sus uñas mientras pensaba. Luego, tapaba sus pies con el cobertor, prendía la televisión, ponía los audífonos en sus oídos y miraba fijamente imágenes que tan solo se movían.  Subía el volumen, repetía la misma canción.

Trataba de encontrar respuestas sólidas, coherentes. Fallaba en el intento. Se ponía a cantar. Se sentía ridícula. Se ponía a llorar. Nadie la podía consolar.

De pronto, se distraía pensando en el tiempo. Se le ocurría comprarse un reloj. Sería una buena idea. Pensaba en algunos modelos. Pero, poseer un reloj es someterse, se decía. Un debate de quince minutos formaban sus ideas hasta que se le ocurría cambiar de canal en el televisor.

Prendía un cigarro que había quedado a medio terminar. Sonaba su nariz y aprovechaba para verse de perfil en el espejo. Luego se miraba de frente. Veía unos ojitos llorosos. Se quedaba quieta, parada al frente. Aumentaba aún más el volumen para escuchar más fuerte la canción.  Las lágrimas salían de forma involuntaria. Daba espaldas al espejo. Apagaba el televisor.


No es cierto, no es cierto, no es cierto, repetía. Se metía en la cama. Se tapaba toda y ahí, justo debajo del cobertor, sacaba su manito y buscaba en el primer cajón una foto. La abrazaba fuerte. La colocaba bajo la almohada. 

jueves, 19 de septiembre de 2013

Ever.

Me botaste la sopa en la cara. Felizmente estaba tibia porque si no, me quemabas.
Te pusiste a llorar.
No sabía si debía de irme. Me quede quieta sin pronunciar nada.
Cogiste una servilleta y me comenzaste a limpiar.
Me pediste que me sacara la polera. Prometiste lavarla. Trajiste una tuya.
Seguí tus instrucciones. Me senté en el sillón y prendí la televisión.
Unos gritos vinieron de la lavandería. Eras tú repitiendo cada vez más despacio: perra, perra, perra.
Caminaste hacia mí sin dejar de mirarme. Te callaste. Yo me paré porque me asusté.
Tomaste mi mano y me pediste que por favor me cortara el cabello.
Trajiste unas tijeras. Me hiciste una cola y cuando ya ibas a cortarlo, ahora yo  tomé tu mano y te pedí que no lo hicieras.
No dijiste nada. Tu mano llevó a la mesa de centro las tijeras para que después doblaras tus rodillas y estuvieras arrodillado al frente mío llorando y pidiéndome perdón, de nuevo.
Yo, otra vez, no sabía si debía irme. Me volví a sentar en el sillón cuando mi celular empezó a sonar.
Lo había dejado en la cocina, junto a la olla de sopa. Tú fuiste, lo trajiste y me lo tiraste en la cara. Me tapé con mis manos, pero cayó justo en el dedo donde llevaba el anillo que hace mucho me regalaste. Empezó a sangrar. Te miré indignada, sin decir nunca nada. Me paré y fui al baño. De pronto, estabas alado mío con algodón y agua oxigenada. Intentaste curarme, soplaste mi dedo y luego le diste un beso. Enseguida, me invitaste a cenar y me pediste que escogiera el lugar.
Mencioné que no tenía hambre. Insististe. Me quisiste besar y para evitar que lo hicieras, dije que prefería no salir, que una pizza estaba bien. Otra vez me llamaste perra. Te pusiste una casaca, tomaste mi mano sana, abriste la puerta y me metiste al carro. Subiste. Pusiste “Always-Blink 182” a todo volumen y me la empezaste a cantar, como siempre. Manejabas, mientras cantabas, como un loco. Te pregunté a dónde íbamos y respondiste que a comer pizza, no?
Paraste en la pizzería. Me quité el cinturón de seguridad y cuando iba a abrir la puerta, pusiste tu mano en mi pecho como para que no salga volando y aceleraste.
Me pediste que me pusiera el cinturón y me avisaste, porque nunca me consultabas sobre los cambios de planes, que iríamos a casa de Nicolás y que ahí pediríamos pizza.
Nicolás no estaba.
No dejaste de presionar el acelerador como si el carro y yo fuésemos los culpables. Tenía miedo de mirarte. Giré mi cabeza a la derecha y vi a un niño que corría con un helado, mientras que su mamá lo perseguía con una casaca. Dos cuadras más arriba, había un grupo de chicos que estaban tomando un trago. A unos metros, una pareja, caminaba de la mano y podía sentir, aunque el carro iba a toda velocidad, el nerviosismo del chico y de la chica por el hecho de rozar sus manos.
Se me hizo relajante observar a la gente e imaginar sus posibles historias. Estaba distraída cuando de pronto, frenaste en seco y me pediste que me baje. Me quedé inmóvil, de nuevo. Luego, cambiaste la frase al plural y bajaste primero y me abriste la puerta. Me di cuenta que estábamos en la pizzería que tanto nos habían recomendado,  por el precio.
Entramos. Nos sentamos. Pediste la oferta: hawaiana más dos vasos de Coca-Cola. Esperamos en silencio que a mí se me hizo breve. Eché orégano, me acabé todo el orégano. Tú cogiste el ají, me viste a los ojos mientras lo rociabas en tan sólo una rodaja. Te la metiste a la boca sin dejar de mirarme. Yo sólo bajé la mirada. Comí un pedazo más intercalando mi vista entre el plato y mi vaso de gaseosa. Te paraste, pagaste, regresaste, me tomaste la mano y me llevaste al carro sonriendo, como si todo estuviera bien.

Bajaste las ventanas, arrancaste y te pusiste  a gritar que me amabas. Ibas muy rápido. Te pedí que pararas. No me escuchabas o no querías escucharme. Empezaron a darme náuseas. Te diste cuenta. Paraste. Abrí la puerta y me puse a vomitar. Tú siempre tan cretino y tan necio.  Prometiste no acelerar tanto, nunca más. Yo en ese instante prometí no volver contigo nunca más. Limpié con los puños de la polera mis labios, bajé del carro y corrí. A un par de cuadras, tomé un taxi. Tú detrás del taxi siguiéndome. Le pedí que acelerara. No dejabas de llamarme al celular. Llegué a la casa de tus papás. Ahí te desviaste y me mandaste mensajes diciéndome perra, como siempre. Me quedé dentro del taxi quince minutos y de ahí le pedí que me llevara a casa de Micaela. Dormí, como si nunca lo hubiera hecho, dormí.

martes, 17 de septiembre de 2013

Sensitive.

Me senté de pie junto a la pared. Mis lágrimas corrieron porque no me quería. Esta ilusión fue de mentira, palomitas que vuelan sin compañía.
No quiero hacer bulla porque me he vuelto a caer. Cervezas y cigarrillos para después. Mis pies van escondiendo este agujero y yo voy que baño al corazón. Lo ensucio de verde. Me encierro sola en la habitación.
Sonreír y fingir que estoy bien. Hoy me hundo aprovechando que nadie me mira. El bar lleno de gente y yo, insistía, en silencio, pero lo hacía.

Apoyada en una escoba, para que duela menos, voy contando las gotas que van llenando la habitación.