Mariafé nunca sabría la verdad. Era un hecho. Miraba sus
uñas mientras pensaba. Luego, tapaba sus pies con el cobertor, prendía la
televisión, ponía los audífonos en sus oídos y miraba fijamente imágenes que
tan solo se movían. Subía el volumen, repetía
la misma canción.
Trataba de encontrar respuestas sólidas, coherentes. Fallaba
en el intento. Se ponía a cantar. Se sentía ridícula. Se ponía a llorar. Nadie
la podía consolar.
De pronto, se distraía pensando en el tiempo. Se le ocurría
comprarse un reloj. Sería una buena idea. Pensaba en algunos modelos. Pero,
poseer un reloj es someterse, se decía. Un debate de quince minutos formaban sus
ideas hasta que se le ocurría cambiar de canal en el televisor.
Prendía un cigarro que había quedado a medio terminar. Sonaba su
nariz y aprovechaba para verse de perfil en el espejo. Luego se miraba de
frente. Veía unos ojitos llorosos. Se quedaba quieta, parada al frente. Aumentaba aún más el volumen para escuchar más fuerte la canción. Las lágrimas salían de forma involuntaria.
Daba espaldas al espejo. Apagaba el televisor.
No es cierto, no es cierto, no es cierto, repetía. Se
metía en la cama. Se tapaba toda y ahí, justo debajo del cobertor, sacaba su
manito y buscaba en el primer cajón una foto. La abrazaba fuerte.
La colocaba bajo la almohada.
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